sábado, 11 de septiembre de 2010

cuando te hierve la cabeza

para Carolina y Amapola


hubo una época en la que me sentía completamente irascible.
eran días en los que bastaba que una imagen, una frase, un gesto invadiera mi cabeza, para descubrirme completamente aturdida, inmanejable, furibunda, infeliz.
eran días en los que me hervía la cabeza.

había encontrado algunas soluciones que funcionaban más o menos efectivamente para aminorar esas ráfagas de ira: tomar una ducha fría, cortarme el pelo yo misma, manejar bicicleta en las madrugadas, escuchar mi canción favorita a todo volumen, emborracharme estúpidamente. pero por algún motivo, en esos días, ninguno de estos remedios funcionaba.

en esos días también, a mi madre se le había dado por comprar leche fresca de vaca. venía un lechero todas las semanas, tocaba el timbre, y la enamoraba con su porongo de lata y su leche de vaca recién ordeñadita. creo que hasta de sus vacas le hablaba. mi madre, feliz, compraba litros y litros de leche para hacer manjarblanco y mantequilla ella misma. pero para poder utilizar esa leche, había que hervirla primero. y ese proceso de pasteurización, requería de toda tu atención, para que la leche no se rebalsara, pero sobre todo, no se quemara, y quedara lista para usarse.

andaba yo en uno de esos ataques, subiendo y bajando las escaleras de mi casa compulsivamente, sin saber qué hacer, cuando mi madre me miró y me dijo imperativamente, "illa, anda hierve la leche!". su frase me hizo determe. y antes de tratar de entender por qué me había encargado esa tarea, me vi acatando su orden, sin ponerme a pensar mucho más. caminé a la cocina, saqué los dos litros de leche de la refrí, prendí la hornilla de la cocina y me dispuse a empezar.

fue una tarea maravillosa: de pronto, mientras veía como la leche iba creciendo y se alzaban sus burbujas con ganas de escapar del fuego, entendí perfectamente lo que me estaba pasando. y lo mejor, fue saber, que yo podía controlarlo: podía meter el cucharón de madera a la olla y remover suavemente el líquido, para que no se pegara nada en el fondo; podía bajar el fuego de la hornilla para que no calentara tanto; o simplemente, podía sacar la leche del fuego. y así, todo volvía a la calma, a mi control.

cuando apagué la hornilla y dejé la leche enfriando para su posterior uso, descubrí que mi ira también se había apagado. y entonces entendí: cuando te hierve la cabeza, ponte a hervir la leche.